Cuando Quentin Tarantino tenía 30 años y un tupé razonablemente frondoso, y una perilla de informático virgen, y un currículo de folio en blanco, tuvo el arrojo de plantarle cara a Harvey Weinstein (el distribuidor de cine independiente más importante de Estados Unidos) para decirle que no metiera las tijeras en su primera película.
Weinstein, que era un tipo visionario, tiránico y gruñón, trató de convencerle de que suprimir la escena más emblemática de Reservoir Dogs era lo conveniente. Quiso arrancarle, en pocas palabras, la parte de la tortura y la oreja.
—Verás, Quentin, esa escena le quita posibilidades a la película en el mercado.
—La película es perfecta tal cual está.
—Hay mucha gente que no querrá ir a verla.
—Menudo problema si esperan que Reservoir Dogs sea como Pretty Woman.
—Mi mujer no querrá ir a verla.
—¡No la hice para tu mujer, Harvey!
Esta recreación con licencias basada en el libro de Peter Biskind Sexo, mentiras y Hollywood: Sundance, Miramax y el cine independiente sirve para que nos hagamos una idea del personaje. Tarantino se permitía ser Tarantino incluso antes de ser Tarantino. Y esa es la cuestión de fondo y lo que explica que, cuando le hablan de neocensura y corrección política y agraviados, Tarantino responda sin paliativos y con fiereza.
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